12 de enero de 2010

A la brevedad posible


¡Pobre de nuestra juventud, que lee cada vez menos! O, al menos, eso parece y se repite constantemente. Pero yo no estoy seguro de ello, como he abordado en otros espacios; yo creo que estamos midiendo mal: no se lee lo que las élites ilustradas consideran que se debería leer. Por otro lado, cada tipo de medio requiere tipos y estrategias de lectura distintas, por lo que se lee diferente.
No se lee menos, en mi opinión, sino que se lee más breve. Estamos inmersos en una dinámica social en que las cosas suceden a gran velocidad, en que hay poco tiempo para detenerse a lo que sea, no digamos ya a leer. Vivimos, como señaló Juan Sebastián Gatti en el XIX Encuentro Nacional de la Red de Educación Alternativa, sumidos en el vértigo.
Este vértigo social determina, hasta cierto punto, qué y cómo se lee. En primer lugar, en el acelere idustrial en que vivimos, implica respuestas inmediatas. Desde, cuando menos, la Revolución Industrial, nuestros medios de comunicación se han hecho más veloces e interactivos, desde los libros impresos y el correo a lomos de burro hasta Twitter y el correo electrónico.
Así, en cierta forma determinada por la sociedad acelerada y los medios de comunicación interactivos e inmediatos, ha surgido lo que Don Tapscott (@dtapscott en Twitter) llama la Generación Net: organizada en redes sociales, más interactiva y, por ende, en espera de respuestas cada vez más inmediatas.
Esta inmediatez, derivada de los medios interactivos y el vértigo social, se asocia fuertemente con cierto tipo de lecturas: enunciaciones breves, fáciles de manejar y entender. Esto se puede percibir en su máxima expresión, hasta ahora, con los titulares de los periódicos (que no suelen superar la docena de palabras y acostumbran escribirse sin artículos), los mensajes de celular (o SMS) y las actualizaciones en Twitter (estrictamente 140 caracteres o menos).
Pero antes de culpar a las nuevas generaciones, a los medios electrónicos o al vulgo, hagamos un alto. No nos dejemos llevar por el vértigo a la hora de emitir juicios.
El acortamiento de los discursos no es un fenómeno nuevo. Ha ido sucediendo a lo largo de siglos, al menos en nuestra cultura occidental. Las unidades de lectura (a las que George Landow llama lexías, apartándose del sentido usual del término pero manteniendo su esencia como unidades de sentido) se han acortado desde los rollos de los antiguos griegos: se añadió puntuación, que genera unidades de lectura más cortas y sencillas de manejar; se separó los textos en capítulos, subcapítulos, párrafos; se cortaron las unidades mecánicas de rollo corrido en hojas más breves. Y así surgieron los libros.
Y se inventaron también los índices, el ordenamiento alfabético, los encabezados y títulos de capítulos. Las revistas y periódicos, más cortos que los libros. El género epistolar también se fue abreviando, más aún con la llegada de los sucintos telegramas.
Pero este recorte no está asociado sólo a la tecnología, el mercantilismo ni las razones académicas para facilitar el estudio de los materiales. La gran literatura (esa que las élites utilizan para medir la lectura, cuantificando el número de libros comprados o leídos, o las ventas de las revistas culturales) ha participado también de esta tendencia y ha sucumbido al vértigo.
Los libros tienden a ser más breves, con notables excepciones; esto no podemos atribuirlo exclusivamente a razones comerciales: entre los best-sellers se publican también novelas de gran calado, como los de Dan Brown o los de la exitosa serie Crepúsculo, de Stephenie Meyer.
Y ya que estamos, en el rubro de la narrativa esta tendencia ya histórica a la brevedad es notable. Las novelas se hicieron más cortas, y se inventó la categoría taxonómica de “novela corta”, categoría cada vez más en desuso pues las novelas en general cada vez son más breves, al grado que hace poco escuché a un librero catalogar “Los asesinatos de la calle Morgue” de Poe como “novela”. ¿La única razón?: es demasiado largo para ser un cuento.
Los cuentos también se han ido haciendo más breves, hasta llegar al minicuento y al microrrelato que, según algunos autores, no pertenece ya al dominio del cuento, sino a otra categoría. De acuerdo con Guillermo Siles, la categoría del microrrelato tiene sus raíces en el siglo XIX y alcanza, al menos en Hispanoamérica, su legitimación en la segunda mitad del siglo XX (y su canonización en la década de 1990). Y no se trata de un género cultivado por una comunidad contracultural marginal, sino por escritores consagrados, como Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Julio Cortázar, Juan José Arreola o Eduardo Galeano.
El fenómeno de la jibarización de las unidades de lectura en las obras literarias no es exclusiva de la narrativa. Se puede observar en la poesía, donde los libros tienden a ser cada vez más cortos y formados por poemas en general más breves; podemos señalar ejemplos específicos de poesía breve en el auge del haikú (explorado magistralmente en Latinoamérica por Tablada, Benedetti y, más recientemente, por mi entrañable Dimas Lidio Pitty), en las greguerías de Gómez de la Serna, en los poemínimos de Efraín Huerta. O en los Epigramas sin épica de mi buen Jesús Gómez Morán. Los “Proverbios y cantares” de Antonio Machado apuntaban, también, ya en esa dirección.
El ensayo, de igual manera, es cada vez más breve, y los aforismos se tornan un género más frecuente. Las notas periodísticas tienden a reducir su número de palabras, y sus párrafos no suelen superar los cinco renglones. La divulgación científica (y cultural en general) recurre cada vez con mayor frecuente a mensajes más breves; así el libro Twitterature. Obras maestras en veinte tweets o menos, o la idea de mi amigo Martín Bonfil (@martinbonfil65 en Twitter) de hacer algo semejante como experimento de divulgación científica.
Y cada vez usamos más abreviaturas, siglas y acrónimos en toda clase de enunciaciones, no sólo en los SMS o los twitts; los textos técnicos están plagados de abreviaturas, igual que los diccionarios generales, los artículos periodísticos, los blogs, los libros de texto, los anuncios, los cómics; las abreviaturas se cuelan, a veces, hasta la poesía.
Siles, en su libro El Microrrelato Hispanoamericano. La Formación de un Género en el Siglo XX, señala que el género del microrrelato está asociado a “una forma diferente de expresión vinculada con lo breve y lo fragmentario”. Esta frase es válida no sólo para la narrativa mínima, ni para la literatura: explica todo el proceso que han sufrido las unidades de lectura a lo largo de nuestra historia, con su tendencia a la jibarización.
Pero atención: esta jibarización no es sinónimo de la simple reducción. Implica unidades de lectura con información cada vez más concentrada, con menos adornos, con una redacción más directa y simple. Implica la creación de textos cada vez más eficientes. E implica igualmente otra forma de lectura: más inmediata, omitiendo lo superficial, buscando lo esencial; más eficiente también; centrada en las dimensiones puramente comunicativas y dejando de lado las expresivas y poéticas. Y esto, al parecer, no han sabido notarlo (antes de juzgar llevados por el modernísimo e industrial vértigo) quienes se quejan amargamente de que nuestra juventud lee cada vez menos.

[Imagen tomada de http://adolfoplasencia.es/blog/wp-content/uploads/cultura-en-pildorasp.jpg ]

7 comentarios:

Keya dijo...

Creo que tienes mucha razón en cuanto a que se lee diferente. Y creo también, que en términos reales, se lee más que lo que leíamos antes, que si no era a través de un medio impreso, poco se leía. Ahorita, las letras toman cada día más importancia, más breve, más conciso, pero incluso más personal, porque muchos somos los que nos atrevemos a expresar opiniones por escrito para ser leídos por propios y extraños. Y el problema actual de la lectura rápida, para mí, radica mucho en eso. Ahora, cualquiera opina lo que cualquiera lee; tenemos acceso a tal cantidad de ideas que la discriminación es cada vez más difícil, y terminamos formando criterio basados en un "YO LO LEÍ", y que por estar escrito se considera verdad absoluta sin sentir la necesidad de una investigación seria, lo que a fin de cuentas nos lleva otra vez a las épocas de "mi abuelita dice", solo que ahora puede ser cualquier extraño, pero "por escrito".

A ver si quedó clara mi pública, pero muy personal opinión ;)

Anónimo dijo...

Creo que tienes razón en que cada vez se lee más y en que leen textos más breves. Pero esto no significa que se lea mejor. Sólo desde un punto de vista estrictamente técnico y sin entrar en honduras sobre el valor estético de los textos de consumo masivo, que siempre será un asunto discutible, no podrás negar que la gente suele entender muy poco de lo que lee. Y no estoy hablando de discursos científicos ni de literatura deliberadamente elitista, sino de textos supuestamente fáciles de entender, como los instructivos.
Me parece también que un texto breve no necesariamente es más fácil de procesar, sobre todo si, como dices, se presentan elipsis de artículos, preposiciones y hasta de verbos (titulares, telegramas, etc.), y menos si a ello se le añaden abreviaturas, nominalizaciones y la inmensa diversidad de variantes gráficas que vemos todos los días en la escritura electrónica apresurada. No parece que eso sea una escritura más eficiente, al menos desde el punto de vista informativo.
Desde luego que este asunto requiere mucha más reflexión, pero, parafraseando a Emilio Alarcos, me apresuraría a decir, con temor a equivocarme, que se está generando un sistema semiológico particular que, aunque derivado de la lengua, se superpone a ésta. Dicho sistema lleva al límite la tensión entre las máximas de cantidad, relevancia y hasta de modalidad (principio de cooperación, de Paul Grice), o incluso la rompe.

Juan N.

Prof. Miquel Nadal Palazón dijo...

Yo coincido contigo, Keya, en la idea de que hoy se lee más en términos absolutos. Para empezar hay más personas alfabetizadas, lo que aumenta el número de lectores y, por ende, de lecturas. Además, cada vez hay más mensajes escritos: cada vez hay mayor número de páginas impresas, a lo que hay que sumar los medios no impresos. Pero no conozco datos duros al respecto, para ir más allá de una impresión.
También coincido contigo en que los contenidos son diferentes. Cada vez hay más canales escritos que median las comunicaciones interpersonales, medios que se hacen públicos. Incluso la freflexión sobre uno mismo ha adoptado nuevos medios escritos que se publican, como el Twitter o el estado y los tests (los bien hechos y bien utilizados) en Facebook, etcétera.
Todo esto implica nuevas formas de leer y, también, como señalas, de procesar la información. Lamentablemente, las "generaciones adultas" no están, en general, preparadas para ello y seguimos recurriendo a las viejas estructuras de manejo, análisis y validación de la información, que no son adecuadas para las unidades de lectura actuales. Y somos esos adultos que no procesamos adecuadamente la esta información los que estamos tratando de formar a las "nuevas generaciones", en las que tratamos de inculcar esas viejas estrategias.
El resultado es que esas nuevas generaciones no aprenden a leer como las antiguas porque el contexto en que ocurre es diferente; pero tampoco aprenden con facilidad a realizar adecuadamente la lectura de estas unidades breves y a manejar las nuevas formas que adopta la información.
Por eso es que creo que los adultos deberíamos apresurarnos a estudiar a fondo esta nueva forma de escribir y leer, y encontrar las mejores formas de manejar la información, para que ello incida en nuestra sociedad (y, en particular, dado mi campo de acción, en los sistemas de enseñanza-aprendizaje).

Prof. Miquel Nadal Palazón dijo...

¡Qué gusto, querido Juan, leer tu comentario! Como siempre, pones el dedo en la llaga.
Efectivamente, yo también creo que actualmente se lee y se escribe muy mal, y hay evidencias bastante claras y datos duros que lo indican sin lugar a dudas; pero es un dato que me tomo con mucha reserva, porque no tenemos contra qué comparar: no hay precedentes de una popularización y masificación de la escritura equivalente a la actual. Al haber cada vez más lectoescritores, habrá más lectoescritores malos también; y un sesgo hacia la "cola derecha de la curva" (los mejores lectoescritores) es más difícil. Así que no sabemos si, en realidad, se lee peor (aunque, para mí, leer mal es leer mejor que no saber leer nada, por lo que intuyo que en términos generales se lee mejor que antes, pues hay menos que no pueden leer siquiera a medias, pero que en general se lee peor de lo que lo hacían las élites lectoras del pasado).
Los mensjaes breves, en efecto, no son necesariamente más fáciles de procesar. Pero creo que sí hay una tendencia a simplificar las unidades de lectura. Lo que tiene ventajas y desventajas también: la relación entre conceptos, por ejemplo, es más difícil de tejer en estas unidades cada vez más breves.
Sin embargo, creo que, a pesar de esas dificultades, el sistema tiende a ser cada vez más eficiente.
Tomo el término "eficiente" de forma completamente técnica, en términos de "costo", de "inversión de recursos". Después de todo, la eficacia no implica que esté bien hecho, sino que se obtenga un resultado determinado (no necesariamente el deseado, que eso es eficacia, no eficiencia) con la menor inversión de recursos para ello.
Y definido de esa manera, me parece que el uso de unidades más breves que son generadas y procesadas (total o parcialmente) en mayor cantidad, con mayor frecuencia y con menor inversión de recursos, aunque los resultados sean menos que "sub-óptimos" como diría Gould, es más eficiente. Que no necesariamente más eficaz, y ahí coincido plenamente contigo: el sistema no parece el más eficaz; al menos no mientras las estructuras lingüísticas y cognitivas de los lectoescritores sigan siendo de un tipo diferente al de este sistema, como le comentaba a Keya. Creo, también, que es un sistema semiológico superpuesto a la lengua, pero que también tenemos un sistema cognitivo superpuesto a las estructuras cognitivas establecidas en las diversas culturas. Y que, mientras esta superposición no supere sus contradicciones y tensiones (como las que mencionas), la dialéctica de estos diferentes sistemas genera fallas importantes en la eficacia.
Pero la sociedad, el lenguaje y la cognición están en permanente cambio. Y, nuevamente intuyo, un proceso de selección llevará la supervivencia de algunos metasistemas (que entiendo como sistemas de sistemas) y la eliminación de otros, generando, a la larga, metasistemas de lectoescritura más eficaces.
Lo que me parece claro (y quizá irreversible) es la tendencia a la jibarización de las unidades, y a la eficientización, tanto en los medios de comunicación de unidades de lectura, como al lenguaje mismo, que tiene (al menos en las lenguas que conozco) un principio de economía (de eficiencia, le digo yo) muy marcado. Por eso soluciones para la cuestión de la "equidad de género" como "los niños y las niñas" nos resultan artificiales (y, en cambio, el más eficiente, aunque contrario a las normas de la lengua, uso de la arroba parece menos artificial, lo que ha llevado a su mayor aceptación general. a su selección "natural").
Ya me pasarás las referencias pertinentes sobre el trabajo de Grice que, lamentablemente, desconozco por completo. ¡Y espero contar contigo para esa mucha reflexión que, como mencionas, hace falta!

Unknown dijo...

Estuvo muy largo y no alcance a terminar de leer tu idea, pero me gusto hazta donde me quede.

Unknown dijo...

Actualmente, el trabajo donde me desempeño me ha permitido tener acceso a documentos redactados por servidores públicos del interior del país, quienes a pesar de tener licenciaturas y especialidades redactan muy mal (algunas veces tengo que releer hasta cinco veces un párrafo para comprenderlo).
Usualmente hacemos seguimiento periodístico local de las notas relevantes sobre temas políticos, sin embargo aunque no dudo de su capacidad de discernimiento, su trabajo deja mucho que desear pues usan como herramienta el “copy+paste” y no su cerebro para leer y distinguir las notas.
Dicha situación me ha permitido constatar que la prensa local tiene severas deficiencias, mismas que reproducen las personas que trabajan conmigo. Lo cual me lleva a una encrucijada… Por ejemplo si las personas en el interior del país leen los periódicos, porque les gusta y quieren estar informados ¿Leer un diario que está mal escrito, a pesar de que podrá satisfacer su necesidad de información, podrá incidir en sus estructuras mentales para que se “autoprogramen” y reproduzcan los errores vistos?

Prof. Miquel Nadal Palazón dijo...

¡Gracias por tu comentario, KAREN! En efecto: mucha gente escribe muy mal. O lo que, desde las élites culturales, entendemos como muy mal.
Detrás hay otra serie de cuestiones en las que yo no soy muy versado; por ejemplo, qué es escribir "mal": ¿es no apegarse a las reglas académicas de corrección y a la ejemplaridad? Aunque, en una visión cercana al llamado "enfoque comunicativo", si comunica lo que pretende, aunque académicamente sea un desastre, estaría bien escrito. Y en un pragmatismo mayor: si ocasiona una cierta reacción en un público concreto, estaría bien escrito.
La cosa está muy complicada de analizar. Pero quedándonos sólo con la visión academicista: en efecto, hay textos muy mal escritos. Y estos textos son leídos, y ejercen cierta influencia en el lector (y el lenguaje evoluciona, y habría que ver si eso de que evolucione de manera independiente de las normas académicas sería malo o no, pero esa es otra historia).
Pero, en realidad, es el lector quien acepta esa influencia: no es una entidad pasiva moldeada por el medio en que se desenvuelve. Toma decisiones y decide si acepta o no lo que recibe (la información y los errores que la acompañan). Si la persona decide aceptar como válida esa forma de escribir, estamos hablando de un problema de fondo diferente (en la formación general del individuo), aunque afecte el problema de la lectoescritura.