14 de diciembre de 2010

El amor de mi vida

Sonará extraño que, en estos tiempos y siendo una mujer que siempre fue atractiva, diga estas cosas, pero en toda mi vida tuve sólo una pareja sexual. Hombres y mujeres fueron y vinieron, pero ella siempre ha estado ahí, y sólo me he entregado a ella. Y me seguirá hasta la muerte. Lo digo de forma completamente literal: sé que hará el más grande de los sacrificios y bajará al frío sepulcro conmigo. Casi lo hizo ya una vez, cuando tuvimos aquel terrible accidente en el que perdí la mano izquierda. Ella siguió conmigo, pegada a mí, consintiéndome, cuidándome, haciendo todo por las dos. Y, por si fuera poco, mi mano derecha jamás me ha sido infiel.

17 de septiembre de 2010

Egoístamente para mí


No. En general, la gente no entiende por qué escribo; a veces ni las personas más cercanas a mí.
Escucho con mucha frecuencia el sufrimiento de los que escriben. Son tan comunes las metáforas de la escritura desgarrada, como dar a luz a un poema; de la escritura sufrida y abnegada, como la madre que cuida a sus hijos ingratos que terminan por abandonarla; de la escritura frenética que exorciza los demonios internos. Las quejas porque hay que redactar un paper o un texto de divulgación, la tesis, una circular. Por la fecha límite, porque si no hay presión no escriben, por cómo redactar las cosas…
A mí no me sucede nada de eso. Tampoco sufro la urgencia de escribir porque tengo algo que decir, porque necesito expresarme (y llegar así a una catarsis liberadora), porque necesito publicar. No: Publish or perish no es mi caso, aunque a veces mi padre se desespere e insista: “Ya publica, Miguel. Publica.”
Pero, con toda sinceridad, no me hace falta, no me desvela la persecución de la fama, de dar al mundo otra obra maestra, ganar reconocimiento por mi pluma (aunque, lo reconozco, así como están las cosas, ganar algo de dinero por escribir no me viene nada mal).
No. Nada de eso: yo escribo sin importar de qué, sin importar para qué, sin importar para quién: como dice Juan Ramón Jiménez en el “Prologuillo” de Platero y yo: “escrito para... ¡qué sé yo para quien! ...para quien escribimos los poetas líricos”. Yo escribo simplemente porque lo disfruto como pocas cosas en el mundo.
Gozo tanto escribiendo que difícilmente podría considerar a la escritura un trabajo, palabra que, desde su origen, implica sufrimiento, tortura. Ni siquiera como el “trabajo gustoso” de Juan ramón Jiménez. Parafraseando a Manuel Machado, escribo porque quiero, no por interés ninguno, “y el gusto siempre es el gusto”.

12 de enero de 2010

A la brevedad posible


¡Pobre de nuestra juventud, que lee cada vez menos! O, al menos, eso parece y se repite constantemente. Pero yo no estoy seguro de ello, como he abordado en otros espacios; yo creo que estamos midiendo mal: no se lee lo que las élites ilustradas consideran que se debería leer. Por otro lado, cada tipo de medio requiere tipos y estrategias de lectura distintas, por lo que se lee diferente.
No se lee menos, en mi opinión, sino que se lee más breve. Estamos inmersos en una dinámica social en que las cosas suceden a gran velocidad, en que hay poco tiempo para detenerse a lo que sea, no digamos ya a leer. Vivimos, como señaló Juan Sebastián Gatti en el XIX Encuentro Nacional de la Red de Educación Alternativa, sumidos en el vértigo.
Este vértigo social determina, hasta cierto punto, qué y cómo se lee. En primer lugar, en el acelere idustrial en que vivimos, implica respuestas inmediatas. Desde, cuando menos, la Revolución Industrial, nuestros medios de comunicación se han hecho más veloces e interactivos, desde los libros impresos y el correo a lomos de burro hasta Twitter y el correo electrónico.
Así, en cierta forma determinada por la sociedad acelerada y los medios de comunicación interactivos e inmediatos, ha surgido lo que Don Tapscott (@dtapscott en Twitter) llama la Generación Net: organizada en redes sociales, más interactiva y, por ende, en espera de respuestas cada vez más inmediatas.
Esta inmediatez, derivada de los medios interactivos y el vértigo social, se asocia fuertemente con cierto tipo de lecturas: enunciaciones breves, fáciles de manejar y entender. Esto se puede percibir en su máxima expresión, hasta ahora, con los titulares de los periódicos (que no suelen superar la docena de palabras y acostumbran escribirse sin artículos), los mensajes de celular (o SMS) y las actualizaciones en Twitter (estrictamente 140 caracteres o menos).
Pero antes de culpar a las nuevas generaciones, a los medios electrónicos o al vulgo, hagamos un alto. No nos dejemos llevar por el vértigo a la hora de emitir juicios.
El acortamiento de los discursos no es un fenómeno nuevo. Ha ido sucediendo a lo largo de siglos, al menos en nuestra cultura occidental. Las unidades de lectura (a las que George Landow llama lexías, apartándose del sentido usual del término pero manteniendo su esencia como unidades de sentido) se han acortado desde los rollos de los antiguos griegos: se añadió puntuación, que genera unidades de lectura más cortas y sencillas de manejar; se separó los textos en capítulos, subcapítulos, párrafos; se cortaron las unidades mecánicas de rollo corrido en hojas más breves. Y así surgieron los libros.
Y se inventaron también los índices, el ordenamiento alfabético, los encabezados y títulos de capítulos. Las revistas y periódicos, más cortos que los libros. El género epistolar también se fue abreviando, más aún con la llegada de los sucintos telegramas.
Pero este recorte no está asociado sólo a la tecnología, el mercantilismo ni las razones académicas para facilitar el estudio de los materiales. La gran literatura (esa que las élites utilizan para medir la lectura, cuantificando el número de libros comprados o leídos, o las ventas de las revistas culturales) ha participado también de esta tendencia y ha sucumbido al vértigo.
Los libros tienden a ser más breves, con notables excepciones; esto no podemos atribuirlo exclusivamente a razones comerciales: entre los best-sellers se publican también novelas de gran calado, como los de Dan Brown o los de la exitosa serie Crepúsculo, de Stephenie Meyer.
Y ya que estamos, en el rubro de la narrativa esta tendencia ya histórica a la brevedad es notable. Las novelas se hicieron más cortas, y se inventó la categoría taxonómica de “novela corta”, categoría cada vez más en desuso pues las novelas en general cada vez son más breves, al grado que hace poco escuché a un librero catalogar “Los asesinatos de la calle Morgue” de Poe como “novela”. ¿La única razón?: es demasiado largo para ser un cuento.
Los cuentos también se han ido haciendo más breves, hasta llegar al minicuento y al microrrelato que, según algunos autores, no pertenece ya al dominio del cuento, sino a otra categoría. De acuerdo con Guillermo Siles, la categoría del microrrelato tiene sus raíces en el siglo XIX y alcanza, al menos en Hispanoamérica, su legitimación en la segunda mitad del siglo XX (y su canonización en la década de 1990). Y no se trata de un género cultivado por una comunidad contracultural marginal, sino por escritores consagrados, como Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Julio Cortázar, Juan José Arreola o Eduardo Galeano.
El fenómeno de la jibarización de las unidades de lectura en las obras literarias no es exclusiva de la narrativa. Se puede observar en la poesía, donde los libros tienden a ser cada vez más cortos y formados por poemas en general más breves; podemos señalar ejemplos específicos de poesía breve en el auge del haikú (explorado magistralmente en Latinoamérica por Tablada, Benedetti y, más recientemente, por mi entrañable Dimas Lidio Pitty), en las greguerías de Gómez de la Serna, en los poemínimos de Efraín Huerta. O en los Epigramas sin épica de mi buen Jesús Gómez Morán. Los “Proverbios y cantares” de Antonio Machado apuntaban, también, ya en esa dirección.
El ensayo, de igual manera, es cada vez más breve, y los aforismos se tornan un género más frecuente. Las notas periodísticas tienden a reducir su número de palabras, y sus párrafos no suelen superar los cinco renglones. La divulgación científica (y cultural en general) recurre cada vez con mayor frecuente a mensajes más breves; así el libro Twitterature. Obras maestras en veinte tweets o menos, o la idea de mi amigo Martín Bonfil (@martinbonfil65 en Twitter) de hacer algo semejante como experimento de divulgación científica.
Y cada vez usamos más abreviaturas, siglas y acrónimos en toda clase de enunciaciones, no sólo en los SMS o los twitts; los textos técnicos están plagados de abreviaturas, igual que los diccionarios generales, los artículos periodísticos, los blogs, los libros de texto, los anuncios, los cómics; las abreviaturas se cuelan, a veces, hasta la poesía.
Siles, en su libro El Microrrelato Hispanoamericano. La Formación de un Género en el Siglo XX, señala que el género del microrrelato está asociado a “una forma diferente de expresión vinculada con lo breve y lo fragmentario”. Esta frase es válida no sólo para la narrativa mínima, ni para la literatura: explica todo el proceso que han sufrido las unidades de lectura a lo largo de nuestra historia, con su tendencia a la jibarización.
Pero atención: esta jibarización no es sinónimo de la simple reducción. Implica unidades de lectura con información cada vez más concentrada, con menos adornos, con una redacción más directa y simple. Implica la creación de textos cada vez más eficientes. E implica igualmente otra forma de lectura: más inmediata, omitiendo lo superficial, buscando lo esencial; más eficiente también; centrada en las dimensiones puramente comunicativas y dejando de lado las expresivas y poéticas. Y esto, al parecer, no han sabido notarlo (antes de juzgar llevados por el modernísimo e industrial vértigo) quienes se quejan amargamente de que nuestra juventud lee cada vez menos.

[Imagen tomada de http://adolfoplasencia.es/blog/wp-content/uploads/cultura-en-pildorasp.jpg ]