9 de abril de 2007

Aborto y biología

Debido a mi trabajo como docente de biología, y más aún por mi cercanía con los alumnos, en semanas recientes tuve que responder varias veces a la misma pregunta: ‹‹Mike, ¿qué opinas del aborto?›› La respuesta, aunque parece simple, es un tanto complicada. Comencemos por hacer una precisión: lo que está a discusión no es el aborto, es la despenalización del mismo.


Más aún, lo único que se está discutiendo, o al menos así debería ser, es si debe o no aprobarse una nueva causal: si debe permitirse la interrupción del embarazo cuando éste atenta contra los intereses de la madre, pues hasta ahora la ley permite el aborto en otras diversas circunstancias, como cuando es producto de una violación o cuando pone en riesgo la vida de la madre.


Soy un creyente fervoroso respecto a unas pocas cosas, que no incluyen a las instituciones ni a las entidades etéreas. Pero entre ese puñado de cosas en las que creo y por las que estaría dispuesto a dar la vida (aunque no creo que a quitarla) se encuentran la libertad de las personas, el bienestar de todos los miembros de la colectividad y el respeto a los derechos de los demás. Por eso, el de la aprobación de causales que permitan la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) es un tema que no puedo rehuir, por más que me desagrade.


Comencemos por un detalle: no podemos buscar en las ciencias de la vida ni de la mente argumentos a favor o en contra de la interrupción voluntaria del embarazo. Ninguna ciencia puede resolver nuestros dilemas personales; la religión tampoco debería intentar tomarse esa atribución, aunque lleva siglos haciéndolo, por desgracia, y allí están los resultados: guerras, incluso ‹‹guerras santas››, fanatismo, asesinatos religiosos, delincuencia en general; si no ha participado la religión como causa de todos los males que aquejan a la sociedad moderna, tampoco ha ayudado a paliarlos.


Pero tampoco podemos hacer a un lado lo que hemos aprendido con la ciencia, aunque a los oscurantistas Pro-Vida/Anti-Todo bien que les placería. Lo primero que podemos señalar es que, en contra de lo que algunos elementos propagandísticos proponen, la vida no comienza en el momento de la concepción: los espermatozoides y óvulos están vivos; las células que dieron lugar a esos gametos también estaban vivas.


Y así nos podemos seguir hasta hace cosa de 4 mil millones de años —¡se dice fácil!—, cuando surgió la vida en nuestro planeta. El origen de la vida es un tema apasionante por sí mismo, pero no voy a caer en la tentación de discutirlo ahora, a pesar de que podría aportar (tangencialmente eso sí) argumentos a este debate. Tampoco voy a ceder ante la seducción de repetir el argumento de los ‹‹asesinatos›› en cada eyaculación, en cada menstruación, en cada gota de sangre.


El argumento de que el embrión está vivo no tiene solidez: también las bacterias de la tuberculosis o las lombrices intestinales, o el pescado de cada vieres durante la cuaresma. Pasemos pues a lo siguiente: desde su concepción, es un ser humano. Tampoco aquí voy a dejarme tentar con aquello de volver a la Biblia misma o a los más prominentes teólogos, como San Agustín o Santo Tomás, en contra de quienes esgrimen sus argumentos: demasiado fácil y demasiado trillado.


El asunto es mucho más profundo: ¿qué es lo que nos hace seres humanos? No lo es, en definitiva, el pool genético (es decir, el material hereditario dentro de nuestras células) ni nuestra estructura celular. Nuevamente, un espermatozoide y un ovulo, o una célula del recubrimiento interior de la mejilla (por cierto, para los no iniciados en el lenguaje críptico de la nueva religión —las Ciencias; en otra ocasión hablaremos, si gustan, de la ciencia como religión—, este tejido recibe el nombre de epitelio) serían ‹‹seres humanos›› y no lo son. Tampoco son seres humanos la miríada de células (humanas, eso sí, sin lugar a ninguna duda) vivas que mueren al retirar un riñón o un hígado defectuosos, durante un trasplante.


Lo que nos hace seres humanos va mucho más allá del genoma o estructuras celulares como las mitocondrias (que, en nuestro caso, son heredadas sólo por vía materna). Implica toda una estructura orgánica pluricelular y extremadamente compleja, formada por múltiples tejidos, órganos, sistemas, que no terminan de desarrollarse durante el embarazo: aunque los órganos en general se forman en el segundo trimestre del embarazo, el desarrollo completo de muchos de ellos, como el sistema nervioso, toman más tiempo, incluso después del nacimiento.


Pero la estructura no basta: para considerar que se trata de un ser humano, y no sólo de un conjunto de órganos parasitarios, el organismo debe ser funcional, debe ser capaz de mantenerse vivo a sí mismo. Y es tampoco lo lleva a cabo el embrión. Por lo tano, la definición de qué nos hace humanos va más allá del desarrollo embrionario y el embarazo, lo que descalifica el argumento de que el embrión es ya un ser humano: el embrión se encuentra en una etapa de indeterminación en que aún no es un individuo de ser humano, pero sí es una entidad viviente.


No hay en las ciencias de la vida un solo argumento a favor de la prohibición del aborto. De hecho, algunos investigadores hablan de interrupciones del embarazo en otros animales, bajo condiciones adversas, ya que esto favorece la supervivencia de la especie (o, mejor, de la población), pues dejar a un embrión desprotegido sacrificando a la madre sería matar a ambos (la madre sacrificada y el embrión que no puede sobrevivir de manera autónoma). No comparto los postulados del mal llamado darwinismo social, pero esto es algo que tiene una función biológica y ecológica.


También se ha dicho que en especies con estructura jerárquica con dominancia estricta, se producen abortos ‹‹espontáneos›› por cambios hormonales debidos a cambios en la población: cuando hay un nuevo macho dominante cuya descendencia podría competir con los embriones ‹‹en camino››. Hay machos que matan a las camadas del macho dominante previo, y en los pájaros se da el caso de que el hermano mayor mate al menor, o que lo saque del nido siendo aún huevo de forma que los padres no lo empollan y muere, lo que sería el equivalente a un aborto aviar.


Pero, dirán, no somos simples animales (aunque biológicamente, sí lo somos). Somos mejores, superiores que los changos (aunque no lo somos). Somos diferentes porque somos capaces de comportarnos de manera diferente, podemos tomar decisiones sobre nuestros actos.


Aunque esta diferencia es falsa, pues otros muchos animales (de entrada todos los mamíferos) también son capaces de tomar decisiones y lo hacen, estoy de acuerdo: los seres humanos somos capaces de tomar decisiones, nuestra conducta no está determinada por los genes ni por el ambiente en que nos desarrollamos, no tenemos por qué comportarnos como los demás animales, es algo que podemos cambia. Naturaleza no es desino, por fortuna.


Y aquí está el meollo del asunto: si somos capaces de comportarnos de manera diferente, si la toma de decisiones es lo que nos hace seres humanos, al menos en el plano moral y no en el biológico, entonces aceptemos la decisión y respetémosla. Respetemos el derecho a decidir de los involucrados en esta toma de decisión.


Desafortunadamente, el embrión no es un individuo con capacidad de decidir; sólo lo es la mujer embarazada. No le neguemos a ella su humanidad: su capacidad de decisión. Respetemos s derecho a decidir libremente, sin coerciones de ningún tipo.


Por todo ello, la respuesta, por más simple que parezca, siempre ha sido la misma: estoy en contra del aborto, pero a favor de su despenalización. A veces, incluso, hay quien pregunta por qué.

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