En el siglo XV, el bardo Jorge Manrique (hijo del maestre de la Orden de Santiago, Rodrigo Manrique de Lara, Conde de Paredes de Nava) escribía a Guiomar de Castañeda, hermana de su madrastra, versos en que ocultaba el nombre de su amada, tal como explica en el “Cabo” de uno de estos poemas:
Tomando de aquí el nombre
que está en la copla primera,
y de esta otra postrimera
juntando su sobrenombre,
claro verán quién me tiene
contento por su cautivo,
y me place porque vivo
sólo porque ella me pene.
Manrique, quien se casó con su Guiomar, según se dice, tenía su hacienda no en el condado de Paredes de Nava, sino en El Carrascal, en el término vecino de Perales. Cinco siglos después —años más, años menos— pasaba ahí mismo sus veranos la poeta Pilar de Valderrama, casada con el ingeniero Rafael Martínez Romarate.
Pilar tuvo un amorío secreto y puramente platónico con el vate Antonio Machado, quien le escribía apasionadas cartas y crípticos poemas dedicados a su propia Guiomar, probablemente nombrada en código tras la de Manrique.
Va, pues, para no hacerlo menos que al aedo medieval, el fragmento de una de esas epístolas:
Aquí, en nuestro rincón, vida mía, empiezo mi carta cuando tú no habrás llegado todavía a tu casa. Así combato yo la amargura de este momento terrible de la separación, ese principio de tu ausencia, tan violento, que es tanto como un desgarrón en las entrañas. Porque así pienso yo que estas palabras mías te llegan al oído y te acompañan en el camino. Adiós, mi diosa, mi vida, mi gloria! Aquí se queda tu poeta con la ilusión…