Hace algunos ayeres, cuando fui a ver “Alegría” dije que al Cirque du soleil le faltaba circo y le sobraba sol. Es decir, que era un excelente espectáculo, brillante, pero de “incendio de teatro”, como dijera Machado; mucha coreografía, mucha representación, es decir, mucha luz, mucho sol, pero poco del realismo que debería tener el circo, para ser merecedor de ese nombre.
Y sigo con la misma idea ahora que fui a ver “Quidam”. Los actos, a pesar de todo, en mi opinión, eran más circenses, si se me permite la expresión. Quiero decir, que había un mayor componente de actos que uno vería en un buen circo, actos de auténtica habilidad física que implican riesgos reales (sólo en un acto noté que hubiera equipo de seguridad: un arnés). Sin embargo, “Alegría” me pareció más espectacular, más deslumbrante: todavía más sol y menos circo.
La historia, por supuesto, no se centra en Quidam, sino en una niña, Zoe, cuyos padres están separados; se puede observar cómo corre de uno a otro sin encontrar el afecto familiar que busca. Desesperada en su soledad, encuentra a Quidam, quien deja (¿olvidado?) su sombrero al alcance de la niña, que se lo pone. Entonces comienza la magia: los padres vuelan por los aires y desaparecen y ella se encuentra inmersa en un mundo de seres maravillosos (como algún fugaz conejo, que recuerda de cierta forma al de Alicia). En este mundo fantástico, los padres terminan por re-encontrarse y sobreviene el final feliz, con la familia reunida; Zoe devuelve el sombrero a Quidam.